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Entradas

Recuerdos (y III)

–¿Estás bien? –preguntó Eric. –Sí, sí... aunque muerta de miedo. Gracias Eric –contestó Sophie. Eric la miró y se vio 25 años atrás, sentado en el patio del instituto junto a sus amigos, sin quitar ojo a aquella estudiante francesa de intercambio que había llegado hacía unos días, con un rubio nunca visto antes en el barrio, andares de estrella y una mirada como si le debieras no ya dinero, sino la vida. Era mayor, un par de años, pero eso a él le inquietaba lo mismo que una mota de polvo en la cazadora. Durante meses, Eric tuvo que abrirse paso entre otros chavales mayores, que la adulaban, le regalaban cosas y le ofrecían cigarrillos. Pero él tenía algo mejor: carisma. En aquella habitación a oscuras recordó el primer cine. El primer paseo. El primer beso. Y la despedida, cuando acabó el curso, con lagrimones, promesas ridículas y el intercambio de pulseras de colores. 25 putos años.  –Así que eres tú... –dijo Eric. –Sophie. –Sí. No te reconocí al momento, pero cuando me diste la...

Recuerdos (II)

Eric se mareó un poco al recordar la escena, que viajaba en su mente como el vagón de una montaña rusa. Tenía que recordar más pero, sobre todo, mejor. Aunque antes tenía que resolver un asuntillo: ¿dónde cojones estaba? Se dirigió hacia el edificio. Era el único lugar con algo de luz y quizá viera el nombre de una calle o de una empresa. Saltó un pequeño muro, junto al que había botellas de alcohol y bolsas de plástico casi recientes. Bien, al menos no estoy en el culo del mundo, pensó, aquí ha habido vida hace poco, aunque no fuera inteligente. Estaba analizando el lugar cuando escuchó un ruido, como un tablón cayendo al suelo. El corto eco del golpe salió de una ventana del primer piso del edificio, tapiada con ladrillo. Se acojonó vivo. Se agachó entre las sombras, como si estuviera evitando la visión de un francotirador. No quería ni mirar hacia arriba. Pensó en salir corriendo.  Otro ruido, ahora más fuerte. Y otro más.  No era nada que se estuviera cayendo. Eran golpes....

Recuerdos (I)

De un sueño profundo te despiertas atontado. Pero lo que sintió Eric cuando entreabrió el ojo derecho fue el martillo de Thor caer sobre su cabeza. Estaba tirado en el suelo, formando una cruz con los brazos, la cara contra una superficie terrosa y húmeda. No oía nada. Quizá así era estar en el Cielo. Espero que tengan aspirinas en el Cielo, pensó. Con dificultad levantó la cabeza, abrió ambos ojos e intentó que sus músculos reaccionaran a las órdenes del cerebro. Miró alrededor. ¿Dónde estaba? Aquello parecía un descampado, apenas iluminado por la luz de la luna y unas solitarias farolas a lo lejos, a unas decenas de metros, donde se alzaba un edificio en ruinas del que era difícil advertir si quiera la silueta puesto. Las farolas estaban a tanta distancia unas de otras que un elefante podía estar oculto entre dos de ellas y Eric ni lo vería.  Había películas de terror con paisajes más bonitos que aquél. Consiguió ponerse en pie, como si se recuperara de un KO en el undécimo asalt...

La cita

Se sentó en la mesa elegida y se preparó a esperar. Ambos habían acordado el sitio, el día y la hora. La decisión final recayó en ese rincón casi oculto de un salón mal iluminado de aquel hotel de mala muerte en una calle perdida del centro. En realidad, era un lugar más apropiado para un intercambio de rehenes que para una cita, pero ambos buscaban intimidad y no les importaba el olor a desinfectante que subía desde el suelo. También habían convenido cómo iría vestido cada uno. Aún no sabe por qué, pero él dijo que llevaría pantalón vaquero negro y jersey rojo. Y no tenía ningún jersey rojo.  Tuvo que ir a comprar uno. Pensó que encontrar un jersey de un color primario no sería demasiado difícil, pero por lo visto los colores primarios en los jerseys de caballero están prohibidos. Cogió uno que parecía rojo. Incluso le preguntó a la cajera. "Sí, claro, es rojo", le dijo sin mirarlo siquiera.  Allí estaba, pues, con su jersey aparentemente rojo y su pantalón vaquero negro esp...

El truco

Otto nunca se tuvo a sí mismo como a un hombre con suerte.  Siempre que lo comentaba, algún listillo le soltaba: "La suerte no existe, será buena suerte o mala suerte".  Suerte la tuya de que no te dé una hostia.   No, suerte (de la buena) no tuvo nunca. Otto sabía que si algo le podía salir mal, le saldría mal. Si le tocaba ser suplente de vocal en una mesa electoral, el titular, por supuesto, no aparecería; si subía al autobús la tarjeta ya no tendría saldo y sólo llevaría encima un billete de 50 euros; si era domingo por la noche, la cajetilla de tabaco estaría vacía; si apuraba la bolsa de plástico con la compra del súper, se le rompería al primer paso; si se le caía algo en la cocina sería azúcar, sal o un huevo. Nunca agua. Cada vez que le ocurría algo así, pensaba: "No se puede tener más mala suerte". Hasta la noche en que alcanzó el cénit de su carrera de desdichas.  Decidió ir a un espectáculo de magia tras comprar una entrada con un descuento imposible...

Vecinos

Cómo es la cabeza, o la mente. O la genética, qué sé yo. Pero hay cosas inexplicables. Como, por ejemplo, que había un tipo en mi calle que me caía mal. No sé por qué pero, sin conocerle de nada, sin haber intercambiado nunca una palabra con él, un saludo, un gesto, nada, su sola visión me resultaba insoportable. Me ponía de mala hostia. Ya está.  Le veía todas las noches desde la ventana, paseando al perro, mirando el móvil mientras el animal hacía sus cosas. El chucho me caía bien, sin embargo. Pero en cuanto le veía a él, mi mente hacía clic: "Ya está otra vez ahí el gilipollas este". ¿Por qué? Ni idea. El tío podía ser misionero en África, voluntario de Cáritas, un puto Nobel de la Paz, que yo no le podía ni ver.  Una noche bajé a tirar la basura. Estaba lloviendo y no quería hacerlo, pero decidí arriesgarme, qué coño, sólo se vive una vez. Llegué al contenedor, lo abrí y arrojé dentro la bolsa. Cuando cerré de golpe la tapa del contenedor, apareció él justo detrás, a med...

Taxi

Recién cenado, como cada día desde hacía más años que los que podía recordar, se levantó de la mesa tras el último sorbo de agua, fue a la cocina, dejó el plato, ya recogeré mañana. También como cada día se miró en el espejo pequeño, feo, sin gracia, que había en la entrada. Se colocó un poco el jersey, desgastado y feo como el espejo, se ajustó el cuello de la camisa y recordó que hace mucho tiempo por ese espejo pasaban otras personas. Ya no.  Suspiró como un condenado a muerte cuando sube las escaleras del cadalso, cogió las llaves del taxi (el cadalso) y salió de casa.  La noche en el taxi puede ser como una película de Berlanga o de David Lynch. A él casi siempre le tocaba Lynch, ya es mala suerte. Estaba harto de ir al aeropuerto a recoger guiris pánfilos, a esperar la salida de la última sesión del cine, de aguantar ya de madrugada a que salieran dos, tres, cuatro chavales mamados de algún bar para llevarlos con sus papás, haciendo de niñero, limpiando vómitos, aguantan...

¿Dónde vas?

Metí la maleta en el coche. En el maletero, porque llevarla en el asiento del copiloto es de cutres. Por algo el asiento del copiloto no se llama maletero.  Viajo solo. Me encanta viajar solo. Viajar solo es viajar a gusto: poner tu música, pensar en tus cosas, cagarte en tu jefe, echarte un pitillo, parar a tomar café, otro pitillo, más música y hasta una birra furtiva después de comer, qué coño.  Me gusta tanto viajar solo que aún no sé por qué hice lo que hice.  Paré en un bar de carretera al que “bar de carretera” era un traje que le venía demasiado grande. Apenas rozaba la de bar, se acercaba más a un abrevadero, un pilón de pueblo tirado a un lado del asfalto como una colilla.  No había nadie, quién iba a parar allí si no fuera por una urgencia como la mía: me estaba meando. Pero como de la nada, mimetizado como estaba con el paisaje, vi a aquel tipo, viejo, con el pelo largo y blanco, sentado en las escaleras de entrada al abrevadero, mirando al suelo, con una...

El viejo

Toc, toc, toc, toc, toc. Cada día, a la misma hora, después de ese ruido seco y regular como un metrónomo a 40 pulsaciones por minuto, aparecía tras la esquina de la calle una garrota primero, un anciano después. Lloviera, hiciera frío o un sol fresco de mañana de verano, ahí estaba el hombre, de edad indeterminada pero aspecto de haber transitado ya por tres vidas. Y ninguna demasiado buena. Era extrañamente alto, incluso yendo encorvado. La gente a esa edad ya no es alta, cómo tuvo que ser en su juventud. Me lo imaginaba, que sé yo, defendiendo Constantinopla de los turcos, a pecho descubierto, blandiendo una espada o sacudiendo guantazos, intentando salvaguardar un mundo que ya sólo existía en su imaginación. Y llevándose después a la chica a la cama, claro. Un día más en la oficina. Ahora parecía que iba a caerse a cada paso, agarrándose a su sostén como si la vida le fuera en ello. Le iba, en realidad. Con el tiempo, la garrota fue sustituida por un andador. Más adelante, al viejo...

La puerta mágica

Allí abajo, a apenas cincuenta o sesenta metros de casa, se encontraba la puerta mágica. Esa que me trasladaba durante qué, quince o veinte minutos, a un mundo donde todo era alegría y felicidad y risas y nervios. Una droga. Pero de las buenas, de las que no hacen daño. Al menos físico. La puerta en realidad era fea, tenía unas cuantas pintadas, algunas firmas hechas incluso con un punzón (¿quién es tan imbécil para entretenerse en algo así? Coge un rotulador, alma de Dios), uno de los cristales agrietado y costaba horrores abrirla. Lo de cerrar ya no digamos, porque esa puerta sólo debió cerrar bien el día que salió de la fábrica de puertas de mierda que nunca cierran bien. Que es la misma fábrica donde hacen las ruedas de los carritos de supermercado, por cierto.  Sea como fuere, esa puerta era mi puerta. A ella.  Desde la ventana vigilaba que nadie hubiera entrado o, si lo había hecho, que hubiera salido ya. ¿Por qué tardas tanto? Qué pesado, tú. Va, lárgate con tu bolsa de...