Ir al contenido principal

Recuerdos (II)


Eric se mareó un poco al recordar la escena, que viajaba en su mente como el vagón de una montaña rusa. Tenía que recordar más pero, sobre todo, mejor. Aunque antes tenía que resolver un asuntillo: ¿dónde cojones estaba?

Se dirigió hacia el edificio. Era el único lugar con algo de luz y quizá viera el nombre de una calle o de una empresa. Saltó un pequeño muro, junto al que había botellas de alcohol y bolsas de plástico casi recientes. Bien, al menos no estoy en el culo del mundo, pensó, aquí ha habido vida hace poco, aunque no fuera inteligente.

Estaba analizando el lugar cuando escuchó un ruido, como un tablón cayendo al suelo. El corto eco del golpe salió de una ventana del primer piso del edificio, tapiada con ladrillo. Se acojonó vivo. Se agachó entre las sombras, como si estuviera evitando la visión de un francotirador. No quería ni mirar hacia arriba. Pensó en salir corriendo. 

Otro ruido, ahora más fuerte. Y otro más. 

No era nada que se estuviera cayendo. Eran golpes.

Casi se mea en los pantalones, pero miró hacia arriba. Tal era el silencio del lugar que hubiera escuchado a una mosca frotarse las patas. Pero lo que llegó hasta él fue una respiración fuerte, cansada, angustiada. Allí arriba había alguien y no estaba de botellón precisamente.

"No me jodas que voy a tener que subir", pensó. Miró a su alrededor buscando algo que le sirviera como defensa. Vio una estaca de un medio metro y le pareció adecuada para, en caso necesario, partirle la cara a alguien, aunque se conocía bien a sí mismo y lo más probable es que saliera por patas a las primeras de cambio. No había nacido para las trincheras.

Armado, entró en el edificio y subió por una escalera apuntalada que ofrecía menos seguridad que un canario vigilando un castillo. Llegó al rellano del primer piso, se santiguó por seguir con vida y trató de orientarse para ver dónde quedaba la estancia de la que habían salido los golpes. No tuvo que pensar mucho. Un golpe seco retumbó en una puerta, que no era una puerta sino un quicio cerrado con tablones de madera.

¡Bum! ¡Bum! Más embestidas.

Eric estaba a escasos cinco metros. El corazón tocaba a rebato, las piernas le temblaban y en su cabeza alguien le decía: "¡Pero vete, gilipollas!". 

– ¿Ho... hola?

Cesaron los golpes.

– ¿Hay alguien ahí? –preguntó, deseando que lo que hacía aquellos golpes fuese una rata gigante o algo parecido.

– ¡Hola! ¡Por favor, sácame de aquí! –gritó alguien desde dentro.

Era una voz de mujer.

– Por favor... –gimió, casi llorando – ¡Sácame de aquí!

Al escucharla, Eric sintió lo que bien podía ser una angina de pecho. ¿Qué hacía aquella mujer allí encerrada?  

Qué cojones pasó anoche. No vuelvo a beber.

Valoró la situación. Los tablones, apuntalados por fuera, no parecían muy sólidos. Quien fuera que los había puesto, no se había esmerado.

– Apártate –dijo.

Cogió carrerilla, pensó en lo absurdo de todo aquello y destinó todas sus fuerzas a la planta del pie izquierdo. Corrió, levantó la pierna y pegó una patada a los tablones, que se quebraron sin oposición. Repitió la acción para liberar el suficiente espacio como para entrar en la habitación.

Cuando lo hizo, una mujer estaba sentada a un lado, despeinada, roja de la angustia, pero aparentemente sin heridas físicas.

Era la camarera.

Y entonces Eric recordó. 

Era Sophie. 

Aquella Sophie de hace 20 años.

(continuará)

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

La cita

Se sentó en la mesa elegida y se preparó a esperar. Ambos habían acordado el sitio, el día y la hora. La decisión final recayó en ese rincón casi oculto de un salón mal iluminado de aquel hotel de mala muerte en una calle perdida del centro. En realidad, era un lugar más apropiado para un intercambio de rehenes que para una cita, pero ambos buscaban intimidad y no les importaba el olor a desinfectante que subía desde el suelo. También habían convenido cómo iría vestido cada uno. Aún no sabe por qué, pero él dijo que llevaría pantalón vaquero negro y jersey rojo. Y no tenía ningún jersey rojo.  Tuvo que ir a comprar uno. Pensó que encontrar un jersey de un color primario no sería demasiado difícil, pero por lo visto los colores primarios en los jerseys de caballero están prohibidos. Cogió uno que parecía rojo. Incluso le preguntó a la cajera. "Sí, claro, es rojo", le dijo sin mirarlo siquiera.  Allí estaba, pues, con su jersey aparentemente rojo y su pantalón vaquero negro esp...

El truco

Otto nunca se tuvo a sí mismo como a un hombre con suerte.  Siempre que lo comentaba, algún listillo le soltaba: "La suerte no existe, será buena suerte o mala suerte".  Suerte la tuya de que no te dé una hostia.   No, suerte (de la buena) no tuvo nunca. Otto sabía que si algo le podía salir mal, le saldría mal. Si le tocaba ser suplente de vocal en una mesa electoral, el titular, por supuesto, no aparecería; si subía al autobús la tarjeta ya no tendría saldo y sólo llevaría encima un billete de 50 euros; si era domingo por la noche, la cajetilla de tabaco estaría vacía; si apuraba la bolsa de plástico con la compra del súper, se le rompería al primer paso; si se le caía algo en la cocina sería azúcar, sal o un huevo. Nunca agua. Cada vez que le ocurría algo así, pensaba: "No se puede tener más mala suerte". Hasta la noche en que alcanzó el cénit de su carrera de desdichas.  Decidió ir a un espectáculo de magia tras comprar una entrada con un descuento imposible...

El café

Desde que llegaba a la oficina por la mañana miraba impaciente el pequeño relojito del ordenador. Veía los minutos pasar como una película antigua, esas en las que casi se distinguen los fotogramas. 9:53, 9:56, 9:59... 10:00.  Ya. Como un soldado cuando tocan a diana, llegadas las diez en punto se levantaba de su mesa, cogía la chaqueta del perchero y se iba sin decir una palabra a nadie. Con los años sus compañeros se habían acostumbrado. Al principio siempre había alguien que preguntaba: "¿Vas a por un café? Te acompaño". Y él decía que no, que no iba a por café sino a... lo primero que se le ocurriera, a echar la primitiva, a comprar sellos, al baño, déjame en paz.  Iba a por café, sí, pero no quería compañía. Luego le veían allí sentado, en la mesita de siempre de aquella terraza y le miraban extrañado, a este qué cojones le pasa. Bicho raro.  Todo empezó como es habitual: con una primera vez. El día que entró a trabajar allí, hacía ya unos años, preguntó dónde se tom...