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El truco


Otto nunca se tuvo a sí mismo como a un hombre con suerte. 

Siempre que lo comentaba, algún listillo le soltaba: "La suerte no existe, será buena suerte o mala suerte". 

Suerte la tuya de que no te dé una hostia.  

No, suerte (de la buena) no tuvo nunca. Otto sabía que si algo le podía salir mal, le saldría mal. Si le tocaba ser suplente de vocal en una mesa electoral, el titular, por supuesto, no aparecería; si subía al autobús la tarjeta ya no tendría saldo y sólo llevaría encima un billete de 50 euros; si era domingo por la noche, la cajetilla de tabaco estaría vacía; si apuraba la bolsa de plástico con la compra del súper, se le rompería al primer paso; si se le caía algo en la cocina sería azúcar, sal o un huevo. Nunca agua.

Cada vez que le ocurría algo así, pensaba: "No se puede tener más mala suerte". Hasta la noche en que alcanzó el cénit de su carrera de desdichas. 

Decidió ir a un espectáculo de magia tras comprar una entrada con un descuento imposible en una web de dudosa reputación. La butaca, barata hasta para un usuario de Cáritas, era mala, chusca, con una columna en todo el frontal de visión. Otto transmutó en la torre de Pisa, qué iba a hacer. Así se pasó un rato, poniendo a prueba la elasticidad de su riñón derecho, cuando el mago, desde 25 metros el hijoputa, le miró a él, cómo no, de entre los tres millones de espectadores del auditorio y dijo: "Usted, el que parece que se está cayendo a cámara lenta, baje aquí". Los seis millones de ojos se posaron sobre él. Otto sólo pensaba en si se partiría en dos al ponerse recto. 

"¡Vamos a hacerle desaparecer!", se dirigió el mago al público mientras señalaba a Otto en el escenario como si estuviera presentando a los Beatles en el Shea Stadium. "¿Quiere usted desaparecer?". Sí, venga, envíame a Punta Cana, máquina. Una guapa azafata, sordomuda porque no decía nada y movía mucho las manos, le fue indicando a Otto cómo debía colocarse dentro de la caja. Esperaba que le señalara algo más, en plan "aquí está la puerta secreta para que te escondas", pero no. Se metió dentro, le cerraron todas las puertas y ventanas y escuchó al mago decir unas cuantas gilipolleces a modo de introducción al truco.

Al segundo, a través de un pequeño micrófono oculto dentro de la caja, Otto escuchó: "Busca el pestillo abajo a la izquierda, junto a una marca roja, ábrelo y métete dentro del hueco que hay debajo". Hostia tú, espera, que me lío. "¡Deprisa!", insistió la voz. Ya, ya, joder, que me pongo nervioso. El mago seguía diciendo pamplinas, Otto encontró el pestillo y, al intentar abrirlo, se atascó. No me jodas. La voz dijo: "¿Ya está?". Y Otto, que no sabía qué decir, escribió su epitafio: "Sí, ya está".  

Por fin el mago, que era un cantamañanas con túnica, dijo: "Y ahora, ¡abramos la caja!". Otto hubiera preferido  que aquello fuera un ataúd. Después de unos cuantos aspavientos, el mago abrió una de las puertas ufano de orgullo y... ahí estaba el careto de Otto, mirando al público como un idiota al que le faltara la pastilla de las cinco. El mago sonrió como lo haría Tánatos y cerró la puerta rápidamente. "Imbécil", murmuró. "Que te crees que no me han visto, gilipollas", pensó Otto. La voz del micrófono, que ya era como de la familia, dijo: "¿Pero qué has hecho? ¿Por qué no has bajado?". Otto ni contestó, para qué.

Alguien trasladó la caja, que tenía ruedas, hasta detrás del escenario, donde le liberaron como a un secuestrado de las FARC. Ahí estaba la azafata: "¿¡Tú eres imbécil o qué!?", gritó. Ah, pues no es sordomuda. En esas llegó el mago, desencajado, con ganas de clavarle a Otto los 12 sables japoneses de su próximo número.

Otto pensó que, afortunadamente, le habían elegido para el truco de la desaparición y no para el de los sables. 

El mago se puso a gritar en un idioma muy raro, con muchas consonantes y pocas vocales, cosas que  no entendía pero que, casi con toda seguridad, no eran la receta del plato típico de su país.

"¡Me has jodido el truco, gi-li-po-llas!", gritó, esta vez en perfecto español. 

Otto pasó revista al resto de presentes, que le observaban como las hienas a un cachorro de león. Con tranquilidad, como si fuera Armstrong bajando a la superficie lunar, salió de la caja, se puso frente el mago y dijo: "Pues no serás tan mago entonces, soplagaitas". 

Y se fue con su suerte a otra parte.

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