–¿Estás bien? –preguntó Eric.
–Sí, sí... aunque muerta de miedo. Gracias Eric –contestó Sophie.
Eric la miró y se vio 25 años atrás, sentado en el patio del instituto junto a sus amigos, sin quitar ojo a aquella estudiante francesa de intercambio que había llegado hacía unos días, con un rubio nunca visto antes en el barrio, andares de estrella y una mirada como si le debieras no ya dinero, sino la vida. Era mayor, un par de años, pero eso a él le inquietaba lo mismo que una mota de polvo en la cazadora. Durante meses, Eric tuvo que abrirse paso entre otros chavales mayores, que la adulaban, le regalaban cosas y le ofrecían cigarrillos. Pero él tenía algo mejor: carisma.
En aquella habitación a oscuras recordó el primer cine. El primer paseo. El primer beso. Y la despedida, cuando acabó el curso, con lagrimones, promesas ridículas y el intercambio de pulseras de colores.
25 putos años.
–Así que eres tú... –dijo Eric. –Sophie.
–Sí. No te reconocí al momento, pero cuando me diste la tarjeta para pagar y vi tus apellidos, sólo podías ser tú –dijo ella.
–No me acuerdo de casi nada... –se lamentó Eric. –Sólo sé que de repente todo se volvió muy turbio.
–¿De verdad no recuerdas lo que pasó? –dijo Sophie. –Estábamos hablando y se acercó Matías. ¿No te acuerdas de Matías?
Matías, cómo iba a olvidarlo. Un cabrón con pintas del mismo curso de Sophie. El clásico gilipollas de instituto que volvía locas a las tías: fumaba, bebía cerveza, sacaba malas notas, llevaba pendiente, tenía moto y siempre arrastraba los pies con el último modelo de Nike. Un capullo por quien, en aquel entonces, hubiera apostado mi futuro a que lo máximo que habría conseguido en la vida es ser segurata del metro. Pero el padre tenía tanta pasta como pocas luces el hijo, y cuando se hartó de verle sin hacer nada, le montó un bar.
–Tras volver a Francia, Matías me escribía cartas todas las semanas –contó Sophie.
Anda mira, si era un romántico, tócate los cojones.
–Me gustó tanto Madrid que unos años después volví. Le llamé un día, quedamos, y empezamos a salir. Y me puse a trabajar en el club.
–Ya podías haberme llamado a mí –dijo Eric, más resignado que cabreado.
–Dijimos que no nos escribiríamos. Que era mejor quedarse con el recuerdo de aquellas semanas.
Eric pensó que si pudiera haber sido más gilipollas en su vida, lo hubiera tenido difícil.
–Oye, está muy bien todo esto, pero deberíamos irnos antes de que... Espera un momento. ¿Matías te ha encerrado aquí?
Sí, había sido Matías. Tras verles hablar en la barra, reconoció a Eric y se puso a gritar que la dejara en paz, que se largara o le metía dos hostias. Eric se encaró, por lo visto, y tuvieron que separarles. Al poco, Matías se le acercó y le pidió perdón, le invitó a una copa y le dio el papelito con el nombre de Sophie y la dirección.
–A mí me dio un papel igual, que se lo habías dado tú. Quería que nos encontráramos aquí, pensaba darte una paliza o matarte o yo qué sé... Te metió droga en la copa, pero se debió pasar de cantidad o te hizo efecto demasiado rápido, porque nunca viniste. Cuando llegué aquí, él estaba escondido. Al ver que tú no aparecías, salió de su escondite, me encerró y se marchó. Me dijo que vendría a buscarme por la mañana, para que tuviera tiempo de reflexionar... –Sophie se echó a llorar. Es curioso: en el instituto nadie pensaba que aquella chica pudiera llorar.
–Espera, ¿iba a venir por la mañana? Ya casi es por la mañana, tenemos que irnos –apremió Eric.
La cogió de la mano y bajaron las escaleras, pero justo cuando iban a salir del edificio el motor de un coche puso banda sonora al amanecer en la calle.
Matías.
De un empujón, Eric metió a Sophie debajo de la escalera. Cállate, le dijo con la mirada. Eric buscó una columna y se escondió tras ella, con el corazón pegándole hostias en el pecho. Se dio cuenta de que no había soltado la estaca. Buen chico. La levantó como si fuera un bate de béisbol y esperó.
–Oye, te dejo, que tengo que hacer una cosa –dijo una voz, acercándose. "Una cosa". Liberar a una mujer a la que he encerrado una noche entera en un edificio abandonado. Será hijo de puta.
Eric calculó distancia, tiempo, pasos y respiraciones. Cogió aire. Los zapatos de Matías se arrastraban por el suelo, como toda la vida, y le daban a Eric la pista necesaria para saber cuándo batear.
¡Ahora!
Eric salió de su madriguera y con un vuelo seco y directo le pegó en la cabeza con tal fuerza que notó en la vibración de la madera su cráneo haciéndose pedazos. Matías cayó al suelo como un árbol talado. Cabeza abierta; ojos cerrados.
A Eric le temblaba el cuerpo. Seguía sujetando la estaca con tanta fuerza que le dolían las manos, los brazos y el alma. Sophie salió de debajo de la escalera, se le acercó con las manos en la boca y se puso a su lado.
Durante un minuto se quedaron en silencio, viendo la sangre salir de la cabeza de Matías y filtrándose en la arenilla del suelo.
–¿Y ahora qué hacemos? –preguntó Sophie.
Eric tiró la estaca a un lado, le cogió la mano y dijo: "Ahora vamos a tomarnos un café".
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