Toc, toc, toc, toc, toc.
Cada día, a la misma hora, después de ese ruido seco y regular como un metrónomo a 40 pulsaciones por minuto, aparecía tras la esquina de la calle una garrota primero, un anciano después.
Lloviera, hiciera frío o un sol fresco de mañana de verano, ahí estaba el hombre, de edad indeterminada pero aspecto de haber transitado ya por tres vidas. Y ninguna demasiado buena.
Era extrañamente alto, incluso yendo encorvado. La gente a esa edad ya no es alta, cómo tuvo que ser en su juventud. Me lo imaginaba, que sé yo, defendiendo Constantinopla de los turcos, a pecho descubierto, blandiendo una espada o sacudiendo guantazos, intentando salvaguardar un mundo que ya sólo existía en su imaginación. Y llevándose después a la chica a la cama, claro. Un día más en la oficina.
Ahora parecía que iba a caerse a cada paso, agarrándose a su sostén como si la vida le fuera en ello. Le iba, en realidad.
Con el tiempo, la garrota fue sustituida por un andador. Más adelante, al viejo y al andador se sumó un chico joven, que le acompañaba sosteniéndole por el brazo con el mismo entusiasmo con el que se va a un funeral o al examen práctico para el carné de conducir.
Días, semanas, meses, ¿años?
Una mañana, tras la esquina no apareció nada ni nadie. Ni viejo, ni andador, ni chico joven.
Y yo pensé en la caída de Constantinopla.
Me parece un poco corto, para una vida tan larga, secundariamente a la calidad del escrito.
ResponderEliminarGracias por el comentario. Si se le ha hecho corto, es bueno ;)
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