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Entradas

El pueblo

Sentado sobre una piedra, la misma piedra de siempre, allá en lo alto del camino que ascendía por la colina, Andrés miraba fijamente el cielo. Estrellas, planetas, constelaciones y algún que otro avión parpadeante. En aquella noche profunda, la luna nueva permitía observar el cielo estrellado con una definición casi mágica, en alta resolución. Siempre pensó que eso era lo que iba a echar más de menos cuando se fuera del pueblo. Ni la casa, ni a los amigos, ni las fiestas de verano, ni las noches de invierno jugando al mus en el bar, si es que puede llamar bar a una planta baja con una barra de madera, sillas con más años que las Venus de Milo y vasos translúcidos.  No. Lo que más iba a echar de menos era sentarse aquellas noches en aquella piedra y mirar el cielo. Andrés estaba harto del pueblo, casi aldea, en el que había nacido y crecido, y que hasta entonces había sido casi su única frontera. A sus 19 años, lo más que había viajado era al instituto, en un pueblo cercano más gran...
Entradas recientes

El café

Desde que llegaba a la oficina por la mañana miraba impaciente el pequeño relojito del ordenador. Veía los minutos pasar como una película antigua, esas en las que casi se distinguen los fotogramas. 9:53, 9:56, 9:59... 10:00.  Ya. Como un soldado cuando tocan a diana, llegadas las diez en punto se levantaba de su mesa, cogía la chaqueta del perchero y se iba sin decir una palabra a nadie. Con los años sus compañeros se habían acostumbrado. Al principio siempre había alguien que preguntaba: "¿Vas a por un café? Te acompaño". Y él decía que no, que no iba a por café sino a... lo primero que se le ocurriera, a echar la primitiva, a comprar sellos, al baño, déjame en paz.  Iba a por café, sí, pero no quería compañía. Luego le veían allí sentado, en la mesita de siempre de aquella terraza y le miraban extrañado, a este qué cojones le pasa. Bicho raro.  Todo empezó como es habitual: con una primera vez. El día que entró a trabajar allí, hacía ya unos años, preguntó dónde se tom...

Volver

No le gustaba demasiado volver a su barrio de la infancia. Cuando estaba por allí sentía una doble sensación de nostalgia y desapego, de bonitos recuerdos y lugares para olvidar. Como ese helado de vainilla que estás disfrutando y, de repente, te punza los dientes. Siempre que regresaba caminaba con la cabeza baja, una manía que cogió las primeras veces que volvió a esas calles, cuando no quería que le reconociera ninguno de sus antiguos vecinos, conocidos del colegio, sus padres o el panadero. ¿Cómo te va la vida? ¿Dónde vives ahora? ¿Te has casado? ¿Tienes hijos? ¿Me das un cigarro? Qué preguntona es la gente. Llevo sin pisar el barrio años y quieres que te cuente mi vida. Si a mí no me interesa la tuya. Muchos tiempo después, aún seguía caminando así, contando baldosas. Pero era ya por inercia: no quedaba en aquellos viejos edificios una sola cara conocida. Más aún, las tiendas de sus años jóvenes habían desaparecido y los bares seguían teniendo el mismo letrero, sí, pero detrás de ...

La entrevista

– Tú tranquilo, ya verás como todo sale bien.  Las palabras de mi mujer, cálidas y reconfortantes en su aliento, me llegaban sin embargo como un eco lejano y frío, apenas perceptible. Desde luego no más que el tintineo de la cucharilla con la que estaba removiendo el café mientras miraba por la ventana, absorto en mis miedos y mis dudas. – Sabes tratar a la gente, eres organizado, tienes experiencia... –seguía ella. Paré de remover el café, la miré y respondí: – También tengo 58 años. – Eso es experiencia. – Eso es ser un viejo –terminé.  Di un sorbo al café, le di un beso a mi mujer y salí de casa. – Acuérdate de ir a la compra cuando vuelvas. ¡Y trae brócoli! –se despidió ella. Iba a una entrevista de trabajo. Llevaba tres años en paro. Era (o soy) contable.De los de siempre, de los que miden cada céntimo que entra o sale de la hucha. Había trabajado los 28 últimos años en una empresa de transportes familiar que había crecido hasta convertirse en un monstruo: camiones, autob...

El portero

6:30 de la mañana. Fermín se levanta de la cama y se pone las zapatillas. "A ver si me compro unas nuevas", piensa mientras bosteza, tal y como lleva pensando años y años cada vez que se las pone. Sabe que no va a comprarse unas nuevas. Se asea, se viste, se peina, se hace un café. Todo con lentitud y un ritmo asombrosamente regular. Cuando suena otra alarma, a las siete, él ya está ajustándose la corbata y abriendo la puerta del pequeño piso que, como portero de aquel viejo edificio, tiene derecho a ocupar, y de hecho ocupa, desde hace más de 30 años.  Se sienta en su escritorio y abre, como cada mañana, un cajón de donde saca un cuaderno tamaño cuartilla que cierra con una goma elástica porque los apuntes, hojas y fotografías que ha ido añadiendo en su interior lo han hecho engordar como un pez globo.  "El Santo Grial", lo llama.  En esas páginas se resumen años y años de rondas: cuando los vecinos no están en sus casas, Fermín entra en ellas. Husmea, cotillea, re...

Recuerdos (y III)

–¿Estás bien? –preguntó Eric. –Sí, sí... aunque muerta de miedo. Gracias Eric –contestó Sophie. Eric la miró y se vio 25 años atrás, sentado en el patio del instituto junto a sus amigos, sin quitar ojo a aquella estudiante francesa de intercambio que había llegado hacía unos días, con un rubio nunca visto antes en el barrio, andares de estrella y una mirada como si le debieras no ya dinero, sino la vida. Era mayor, un par de años, pero eso a él le inquietaba lo mismo que una mota de polvo en la cazadora. Durante meses, Eric tuvo que abrirse paso entre otros chavales mayores, que la adulaban, le regalaban cosas y le ofrecían cigarrillos. Pero él tenía algo mejor: carisma. En aquella habitación a oscuras recordó el primer cine. El primer paseo. El primer beso. Y la despedida, cuando acabó el curso, con lagrimones, promesas ridículas y el intercambio de pulseras de colores. 25 putos años.  –Así que eres tú... –dijo Eric. –Sophie. –Sí. No te reconocí al momento, pero cuando me diste la...

Recuerdos (II)

Eric se mareó un poco al recordar la escena, que viajaba en su mente como el vagón de una montaña rusa. Tenía que recordar más pero, sobre todo, mejor. Aunque antes tenía que resolver un asuntillo: ¿dónde cojones estaba? Se dirigió hacia el edificio. Era el único lugar con algo de luz y quizá viera el nombre de una calle o de una empresa. Saltó un pequeño muro, junto al que había botellas de alcohol y bolsas de plástico casi recientes. Bien, al menos no estoy en el culo del mundo, pensó, aquí ha habido vida hace poco, aunque no fuera inteligente. Estaba analizando el lugar cuando escuchó un ruido, como un tablón cayendo al suelo. El corto eco del golpe salió de una ventana del primer piso del edificio, tapiada con ladrillo. Se acojonó vivo. Se agachó entre las sombras, como si estuviera evitando la visión de un francotirador. No quería ni mirar hacia arriba. Pensó en salir corriendo.  Otro ruido, ahora más fuerte. Y otro más.  No era nada que se estuviera cayendo. Eran golpes....

Recuerdos (I)

De un sueño profundo te despiertas atontado. Pero lo que sintió Eric cuando entreabrió el ojo derecho fue el martillo de Thor caer sobre su cabeza. Estaba tirado en el suelo, formando una cruz con los brazos, la cara contra una superficie terrosa y húmeda. No oía nada. Quizá así era estar en el Cielo. Espero que tengan aspirinas en el Cielo, pensó. Con dificultad levantó la cabeza, abrió ambos ojos e intentó que sus músculos reaccionaran a las órdenes del cerebro. Miró alrededor. ¿Dónde estaba? Aquello parecía un descampado, apenas iluminado por la luz de la luna y unas solitarias farolas a lo lejos, a unas decenas de metros, donde se alzaba un edificio en ruinas del que era difícil advertir si quiera la silueta puesto. Las farolas estaban a tanta distancia unas de otras que un elefante podía estar oculto entre dos de ellas y Eric ni lo vería.  Había películas de terror con paisajes más bonitos que aquél. Consiguió ponerse en pie, como si se recuperara de un KO en el undécimo asalt...

La cita

Se sentó en la mesa elegida y se preparó a esperar. Ambos habían acordado el sitio, el día y la hora. La decisión final recayó en ese rincón casi oculto de un salón mal iluminado de aquel hotel de mala muerte en una calle perdida del centro. En realidad, era un lugar más apropiado para un intercambio de rehenes que para una cita, pero ambos buscaban intimidad y no les importaba el olor a desinfectante que subía desde el suelo. También habían convenido cómo iría vestido cada uno. Aún no sabe por qué, pero él dijo que llevaría pantalón vaquero negro y jersey rojo. Y no tenía ningún jersey rojo.  Tuvo que ir a comprar uno. Pensó que encontrar un jersey de un color primario no sería demasiado difícil, pero por lo visto los colores primarios en los jerseys de caballero están prohibidos. Cogió uno que parecía rojo. Incluso le preguntó a la cajera. "Sí, claro, es rojo", le dijo sin mirarlo siquiera.  Allí estaba, pues, con su jersey aparentemente rojo y su pantalón vaquero negro esp...

El truco

Otto nunca se tuvo a sí mismo como a un hombre con suerte.  Siempre que lo comentaba, algún listillo le soltaba: "La suerte no existe, será buena suerte o mala suerte".  Suerte la tuya de que no te dé una hostia.   No, suerte (de la buena) no tuvo nunca. Otto sabía que si algo le podía salir mal, le saldría mal. Si le tocaba ser suplente de vocal en una mesa electoral, el titular, por supuesto, no aparecería; si subía al autobús la tarjeta ya no tendría saldo y sólo llevaría encima un billete de 50 euros; si era domingo por la noche, la cajetilla de tabaco estaría vacía; si apuraba la bolsa de plástico con la compra del súper, se le rompería al primer paso; si se le caía algo en la cocina sería azúcar, sal o un huevo. Nunca agua. Cada vez que le ocurría algo así, pensaba: "No se puede tener más mala suerte". Hasta la noche en que alcanzó el cénit de su carrera de desdichas.  Decidió ir a un espectáculo de magia tras comprar una entrada con un descuento imposible...