Siempre que regresaba caminaba con la cabeza baja, una manía que cogió las primeras veces que volvió a esas calles, cuando no quería que le reconociera ninguno de sus antiguos vecinos, conocidos del colegio, sus padres o el panadero. ¿Cómo te va la vida? ¿Dónde vives ahora? ¿Te has casado? ¿Tienes hijos? ¿Me das un cigarro? Qué preguntona es la gente. Llevo sin pisar el barrio años y quieres que te cuente mi vida. Si a mí no me interesa la tuya.
Muchos tiempo después, aún seguía caminando así, contando baldosas. Pero era ya por inercia: no quedaba en aquellos viejos edificios una sola cara conocida. Más aún, las tiendas de sus años jóvenes habían desaparecido y los bares seguían teniendo el mismo letrero, sí, pero detrás de la barra no estaba Mariano, sino un polaco con más consonantes en el nombre que pelos en la cabeza.
Sólo había una cosa que sí le agradaba de volver por allí. Puro y sincero romanticismo: ir a los lugares donde vivían sus antiguos amigos. Darse un garbeo por aquellos portales a los que tantas veces había llamado, durante tantas horas había esperado, varios besos había robado y algún pitillo se había fumado.
No siempre iba a los mismos. Cada vez visitaba uno o dos. El último día, una gestión le llevó cerca de uno que hacía mucho tiempo que no saludaba. Dudó si ir o no porque algunos recuerdos aún escocían. Que ya tienes una edad, se dijo.
Y allí se plantó. Habían cambiado la puerta del portal, claro, la vieja que él conoció se abría soplando. El telefonillo también, ahora era de esos con cámara. Recordaba perfectamente cómo era el antiguo botón al que llamó tantas veces, metálico, ligeramente abombado, pulido de tanto roce. Miró a un lado. El banco donde se sentaba a esperar ya no estaba. Miró al otro lado. Las escaleras para bajar a la acera ahora eran una rampa. Miró hacia atrás. La tienda de patatas fritas ahora era un cartel de "Se alquila". Miró de frente. El árbol de los besos robados ya no existía.
De espaldas al portal, pensó que todo era una mierda. Que los recuerdos de la infancia nunca deberían desaparecer no sólo de la mente, sino de la realidad. Que ese banco, ese árbol, esas escaleras, ese telefonillo, tendrían que haber sido declarados patrimonio de la Humanidad para que nadie los tocara jamás.
Clac, clac.
A su espalda se abrió la puerta. Se dio la vuelta.
Ella. ¿Sigue viviendo aquí?
Una mirada. Un pensamiento: "No todo ha cambiado".
Y se alegró de haber vuelto al barrio.
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