Desde que llegaba a la oficina por la mañana miraba impaciente el pequeño relojito del ordenador. Veía los minutos pasar como una película antigua, esas en las que casi se distinguen los fotogramas.
9:53, 9:56, 9:59... 10:00.
Ya.
Como un soldado cuando tocan a diana, llegadas las diez en punto se levantaba de su mesa, cogía la chaqueta del perchero y se iba sin decir una palabra a nadie. Con los años sus compañeros se habían acostumbrado. Al principio siempre había alguien que preguntaba: "¿Vas a por un café? Te acompaño". Y él decía que no, que no iba a por café sino a... lo primero que se le ocurriera, a echar la primitiva, a comprar sellos, al baño, déjame en paz.
Iba a por café, sí, pero no quería compañía. Luego le veían allí sentado, en la mesita de siempre de aquella terraza y le miraban extrañado, a este qué cojones le pasa. Bicho raro.
Todo empezó como es habitual: con una primera vez. El día que entró a trabajar allí, hacía ya unos años, preguntó dónde se tomaba café. Alguien le dijo que aquella terracita cruzando la calle no estaba mal. Eran las 10 en punto, pero eso no estaba planeado.
Ese día se sentó como lo hace uno en una terraza que no conoce. Qué mesa elegir, ¿esta? No, mejor aquella que da más el sol. Pero está pegada a la puerta. La de al lado, esa. Mmm, cojea... Revisadas ya todas las mesas, ángulos, horas de luz, sonidos callejeros y posición de la puerta del bar, como un agente del Mosad, se sentó por fin.
"¿Qué va a tomar?". La voz de la camarera sonó dura, casi antipática. Evidentemente preferiría estar secuestrada por las FARC antes que atender las mesas. Pero incluso así, diez de la mañana, olor a café y churros y una moto arrancando en la acera, él vio algo.
Ella era la razón de que, mañana tras mañana, semana tras semana, año tras año, cogiera sus bártulos a las diez en punto y fuera a tomar café. Siempre a la misma mesa, aunque a veces algún despistado se sentaba allí y le obligaba a darse una vuelta, mirando de reojo cuándo se iba a acabar ese capullo su tostada con tomate y aceite.
No tardó mucho tiempo la camarera en darse cuenta. Tenía clientes habituales, los parroquianos de siempre, pero este era especial. Un bicho raro. Llegaba siempre a la misma hora y si la mesa estaba ocupada se daba una vuelta. Ella decidió echarle un cable, y cuando iban a tocar las 10, un poco antes, no dejaba que se sentara nadie en ella. Está ocupada. Luego llegaba él y pedía, siempre lo mismo: un café con leche, taza grande, leche templada. Nada de comer, gracias.
Y nada más. Él se limitaba a beberse su café mientras la observaba dando vueltas por la terraza, Pac-man en el comecocos. Otros clientes hablaban con ella, le hacían bromas, le tiraban la caña. Él no. Era feliz sólo con verla, veinte minutos, media hora. Pedía la cuenta y se iba. Ella a veces le deslizaba una sonrisa y, como mucho, preguntaba: "¿Todo bien?". "Sí, muy bien, gracias", decía él. Y ya. Ambos sabían que eso era todo. Pero ni uno ni otro podían evitar sonreír por dentro cuando llegaban las 10 y se veían, como todos los días, todas las semanas, todos los años.
Recuerda perfectamente el día. Primavera, un sol espléndido. Olor a hierba recién regada. Hasta parecía que había menos tráfico del habitual. Llegó a su hora, como siempre. Pero no salió ella, sino un camarero nuevo. "¿Qué va a tomar?". Lo miró durante unos segundos. "¿Le pregunto? ¿No le pregunto?", pensó. "Café con leche, taza grande, leche templada. Nada de comer, gracias", dijo.
Fueron los 20 minutos más largos de su vida. ¿Dónde estará? Se habrá puesto mala. Es época de alergias. Seguro que es algo así. No pasa nada. O sí. Voy a preguntar. No preguntes. Con el café frío, apenas había dado un par de sorbos, pidió la cuenta. Cuando se la trajeron, se lanzó: "¿Y la camarera de siempre? ¿Está mala?".
"No", dijo el chico nuevo. "Se ha ido, ha encontrado otro trabajo".
Boom.
Si le hubieran pegado con un bate de béisbol en la cara le habría dolido menos. "Se ha ido". Noqueado, dejó 1,80 sobre la mesa y se levantó.
Entró en la oficina con la cara de quien ha perdido a un ser querido. Nadie se dio cuenta. Dejó la chaqueta en el perchero y, cuando se dirigía a su escritorio, un hilo invisible tiró de él hacia el despacho del jefe. "¿Qué quieres?", preguntó este.
"Me voy", dijo él, sin saber de dónde salían aquellas palabras. "¿Cómo que te vas?", preguntó el jefe, levantando la cabeza de unos papeles. "Me voy", repitió él, autómata, inconsciente. "Pero, ¿por qué?", insistió el jefe.
"Porque ella se ha ido", dijo. Y salió del despacho.
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