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La entrevista


– Tú tranquilo, ya verás como todo sale bien. 

Las palabras de mi mujer, cálidas y reconfortantes en su aliento, me llegaban sin embargo como un eco lejano y frío, apenas perceptible. Desde luego no más que el tintineo de la cucharilla con la que estaba removiendo el café mientras miraba por la ventana, absorto en mis miedos y mis dudas.

– Sabes tratar a la gente, eres organizado, tienes experiencia... –seguía ella.

Paré de remover el café, la miré y respondí:

– También tengo 58 años.

– Eso es experiencia.

– Eso es ser un viejo –terminé. 

Di un sorbo al café, le di un beso a mi mujer y salí de casa.

– Acuérdate de ir a la compra cuando vuelvas. ¡Y trae brócoli! –se despidió ella.

Iba a una entrevista de trabajo. Llevaba tres años en paro. Era (o soy) contable.De los de siempre, de los que miden cada céntimo que entra o sale de la hucha. Había trabajado los 28 últimos años en una empresa de transportes familiar que había crecido hasta convertirse en un monstruo: camiones, autobuses, furgonetas, coches... todo lo que tuviera cuatro ruedas, ahí nos metíamos. Pero llegó la crisis. La gente dejó de consumir y viajar, las empresas cerraron, no había nada que transportar y había que hacer ajustes.

– Ahora hay programas que hacen lo que tú haces, ¿sabes? Mira, cada empleado mete los datos, el programa los analiza, los filtra y los sube aquí, ¿sabes? Y entonces, automáticamente, aparecen los ingresos y los gastos, ¿sabes? Es que esto es el futuro, ¿sabes?

El que hablaba era el director de Recursos Humanos, que me había llamado al despacho minutos antes para preguntarme por la familia, qué bien te veo, estás despedido, lo sentimos mucho, la crisis, te va a ir fenomenal, si puedo ayudarte en algo, estás hecho un chaval, con tu experiencia, ahora podrás disfrutar de tu tiempo, haz un viaje con tu mujer, te llevas un buen pellizco, ¿sabes?

Y el hijo de la gran puta se puso a enseñarme el programita de los cojones que iba a hacer mi trabajo como si me acabara de dar los buenos días en lugar de mandarme a la calle. Le miraba atónito mientras pensaba cuánto me costaría soltarle un par de hostias. Delito leve por lesiones, pena de multa (es decir, pasta) de 1 a 3 meses. Perfectamente asumible. 

Llegué al lugar de la entrevista, una pequeña oficina a pie de calle. Un negocio, familiar también, de paquetería. Había encontrado la oferta por internet, apliqué como a otras miles, pero sólo me llamaron de allí. Seguramente no habría aplicado nadie más, por eso se fijaron en mí. Venga, entra y hagamos esto ya, que tengo que ir a hacer la compra. Y que no se me olvide el brócoli.

– Buenos días, vengo por la entrevista de trabajo de contable –dije a una muchacha en la recepción, que tenía unos cascos puestos y mascaba chicle.

– Siéntese, ahora le llaman –dijo sin dejar de mirar la pantalla del móvil.

El sitio era pequeño. Triste. La decoración era sosa. Y olía un poco mal. No me imaginaba trabajando allí, pero en esos momentos hubiera aceptado trabajo de mamporrero. Respiré hondo y esperé.

– Ya puede pasar –me dijo la chica del móvil– Segunda puerta a la izquierda.

Llamé a la puerta y entré. Al otro lado del escritorio había un chaval. Pero chaval, chaval. Vestía de manera informal, peinado moderno. Debía ser el hijo o el sobrino del dueño. Y la de la puerta su hermana o su prima. Me fijé que tenía las llaves del coche sobre la mesa. Eran de un Porsche. Dónde cojones te has metido, Manolete.  

– Hola, gracias por venir –dijo él, sonrisa Profidén.

– A ustedes por llamarme –respondí. ¿Ustedes? ¿No hubiera sido mejor vosotros? Qué más da.

Me preguntó por mi experiencia, por los motivos de mi despido, por mi edad, mi situación familiar, ¿tienes coche? El Porsche de la puerta es mío, va como un tiro. Yo iba respondiendo lento, pensando cada palabra, intentando no parecer un viejo que todavía llevaba las cuentas a mano. Le dije cómo hacía yo las cosas, que era muy metódico, que cuidaba del dinero de la empresa como si fuera el mío propio.

Y entonces, cambio de tercio. Titiriri.

– Verás, es que nosotros tenemos un programita que ya hace todas esas cosas, ¿sabes? Lo que queremos es alguien que controle desde fuera que todo vaya bien, media jornada, sin venir a la oficina, ¿sabes? Te podemos pagar X. Es una gran oportunidad para alguien de tu edad, ¿sabes? Que ahora ya nadie contrata a gente de más de 55, ¿sabes? Y en Navidad montamos una fiesta de la hostia, ¿sabes?

Me quedé mirándolo inerte. Pero qué cojones. Justo en ese momento recordé dos cosas: una, que tenía que comprar brócoli, por favor que no se te olvide, que si no a ver quién aguanta a la mujer cuando vuelva. Y dos: delito leve por lesiones, pena de multa de 1 a 3 meses. 

Me levanté, cogí la llave del Porsche, la agarré con fuerza, cerré el puño y le di al chaval la hostia que llevaba guardándome tres años mientras calculaba que, a 5 euros al día durante, ¿cuánto? ¿dos meses? 300 euros bien valían una hostia como aquella. Le tiré la llave del Porsche al suelo y salí de allí.

La chica de la recepción estaba paralizada, mirando hacia el despacho del que salía yo como las vacas miran al tren. Ya no mascaba chicle. 

– No me han cogido –le dije. 

Y me fui a por el brócoli.


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