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Vecinos

Cómo es la cabeza, o la mente. O la genética, qué sé yo. Pero hay cosas inexplicables. Como, por ejemplo, que había un tipo en mi calle que me caía mal. No sé por qué pero, sin conocerle de nada, sin haber intercambiado nunca una palabra con él, un saludo, un gesto, nada, su sola visión me resultaba insoportable. Me ponía de mala hostia. Ya está.  Le veía todas las noches desde la ventana, paseando al perro, mirando el móvil mientras el animal hacía sus cosas. El chucho me caía bien, sin embargo. Pero en cuanto le veía a él, mi mente hacía clic: "Ya está otra vez ahí el gilipollas este". ¿Por qué? Ni idea. El tío podía ser misionero en África, voluntario de Cáritas, un puto Nobel de la Paz, que yo no le podía ni ver.  Una noche bajé a tirar la basura. Estaba lloviendo y no quería hacerlo, pero decidí arriesgarme, qué coño, sólo se vive una vez. Llegué al contenedor, lo abrí y arrojé dentro la bolsa. Cuando cerré de golpe la tapa del contenedor, apareció él justo detrás, a med...

Taxi

Recién cenado, como cada día desde hacía más años que los que podía recordar, se levantó de la mesa tras el último sorbo de agua, fue a la cocina, dejó el plato, ya recogeré mañana. También como cada día se miró en el espejo pequeño, feo, sin gracia, que había en la entrada. Se colocó un poco el jersey, desgastado y feo como el espejo, se ajustó el cuello de la camisa y recordó que hace mucho tiempo por ese espejo pasaban otras personas. Ya no.  Suspiró como un condenado a muerte cuando sube las escaleras del cadalso, cogió las llaves del taxi (el cadalso) y salió de casa.  La noche en el taxi puede ser como una película de Berlanga o de David Lynch. A él casi siempre le tocaba Lynch, ya es mala suerte. Estaba harto de ir al aeropuerto a recoger guiris pánfilos, a esperar la salida de la última sesión del cine, de aguantar ya de madrugada a que salieran dos, tres, cuatro chavales mamados de algún bar para llevarlos con sus papás, haciendo de niñero, limpiando vómitos, aguantan...

¿Dónde vas?

Metí la maleta en el coche. En el maletero, porque llevarla en el asiento del copiloto es de cutres. Por algo el asiento del copiloto no se llama maletero.  Viajo solo. Me encanta viajar solo. Viajar solo es viajar a gusto: poner tu música, pensar en tus cosas, cagarte en tu jefe, echarte un pitillo, parar a tomar café, otro pitillo, más música y hasta una birra furtiva después de comer, qué coño.  Me gusta tanto viajar solo que aún no sé por qué hice lo que hice.  Paré en un bar de carretera al que “bar de carretera” era un traje que le venía demasiado grande. Apenas rozaba la de bar, se acercaba más a un abrevadero, un pilón de pueblo tirado a un lado del asfalto como una colilla.  No había nadie, quién iba a parar allí si no fuera por una urgencia como la mía: me estaba meando. Pero como de la nada, mimetizado como estaba con el paisaje, vi a aquel tipo, viejo, con el pelo largo y blanco, sentado en las escaleras de entrada al abrevadero, mirando al suelo, con una...

El viejo

Toc, toc, toc, toc, toc. Cada día, a la misma hora, después de ese ruido seco y regular como un metrónomo a 40 pulsaciones por minuto, aparecía tras la esquina de la calle una garrota primero, un anciano después. Lloviera, hiciera frío o un sol fresco de mañana de verano, ahí estaba el hombre, de edad indeterminada pero aspecto de haber transitado ya por tres vidas. Y ninguna demasiado buena. Era extrañamente alto, incluso yendo encorvado. La gente a esa edad ya no es alta, cómo tuvo que ser en su juventud. Me lo imaginaba, que sé yo, defendiendo Constantinopla de los turcos, a pecho descubierto, blandiendo una espada o sacudiendo guantazos, intentando salvaguardar un mundo que ya sólo existía en su imaginación. Y llevándose después a la chica a la cama, claro. Un día más en la oficina. Ahora parecía que iba a caerse a cada paso, agarrándose a su sostén como si la vida le fuera en ello. Le iba, en realidad. Con el tiempo, la garrota fue sustituida por un andador. Más adelante, al viejo...

La puerta mágica

Allí abajo, a apenas cincuenta o sesenta metros de casa, se encontraba la puerta mágica. Esa que me trasladaba durante qué, quince o veinte minutos, a un mundo donde todo era alegría y felicidad y risas y nervios. Una droga. Pero de las buenas, de las que no hacen daño. Al menos físico. La puerta en realidad era fea, tenía unas cuantas pintadas, algunas firmas hechas incluso con un punzón (¿quién es tan imbécil para entretenerse en algo así? Coge un rotulador, alma de Dios), uno de los cristales agrietado y costaba horrores abrirla. Lo de cerrar ya no digamos, porque esa puerta sólo debió cerrar bien el día que salió de la fábrica de puertas de mierda que nunca cierran bien. Que es la misma fábrica donde hacen las ruedas de los carritos de supermercado, por cierto.  Sea como fuere, esa puerta era mi puerta. A ella.  Desde la ventana vigilaba que nadie hubiera entrado o, si lo había hecho, que hubiera salido ya. ¿Por qué tardas tanto? Qué pesado, tú. Va, lárgate con tu bolsa de...

Bostezos

7:35 de la mañana. Quizá son las 7:36, que hoy las escaleras mecánicas del metro no funcionaban.    La mesa de mi oficina debe tener más años que la Constitución americana, pero ahí sigue, recia como un roble, viendo pasar el tiempo como una tortuga de Galápagos. Siempre me he preguntado quién decide cuándo se cambian esas cosas. Es decir, alguien las compra... y ya. Eso es todo. Ahí se quedan hasta que la empresa quiebra. O una pata de la mesa. Para el caso es lo mismo. Bostezo uno. Enciendo el ordenador, reliquia también. Me quito la chaqueta, miro a mi alrededor. No hay nadie más. A lo lejos suena un teléfono. Algún gilipollas que no puede esperar a las nueve de la mañana, hora decente, para llamar, no. Tiene que llamar a las 7:36, cuando tu cerebro aún no sabe si es martes o jueves.  Bostezo dos. Quién me mandaría a mí quedarme hasta las tantas viendo esa serie. Si es malísima. Pero mala de medicarse. Aunque las series son como las drogas, cuanto más malas, más enganc...

El gancho de izquierda

Deben ser las tres y media. O las cuatro. No sé. Hace ya tiempo que no miro la hora. Ni me preocupo por si ahí fuera, en la calle, hace frío o calor. Si llueve o hace sol. Si la farola que está junto al portal sigue sin encenderse por las noches. No sé cuándo fue la última vez que salí a la calle, me puse otra cosa que no fuera el pijama, o comí algo que no fuera una lata de mejillones de marca blanca, que están asquerosos pero a mí me sirven. A quién quiero engañar. Claro que lo sé.  Desde que se fue ella. Siempre pensé que no lo haría, que sus amagos eran simples llamadas de atención, una piedra tirada al mar. Eran un jab, no un gancho de izquierda. Pero joder el día que me soltó el gancho de izquierda. No lo vi venir y me aturdió tanto que ni siquiera fui capaz de decir nada mientras se ponía el abrigo, cogía la maleta (encima cogió mi maleta, que siempre le gustó más que la suya, hay que joderse) y cerró la puerta de la calle. Con portazo, claro. Por si el gancho de izquierdas ...

Hasta mañana

Otra noche más frente a esa puerta. Restriega los viejos zapatos en el felpudo para quitarles un poco de suciedad y un mucho de dignidad. Un vano intento de redención.  Abre la puerta y el calor, humano y sudoroso, le sabe tan bien como la primera bocanada de un cigarro. No debería estar aquí. Una y mil veces se dijo a sí mismo que no volvería a aquel bar de mierda. La última ayer. Pero. Se abre el abrigo y coge con vergüenza un asiento en la barra. Siente que todo el mundo le mira, le juzga. Ya está este aquí otra vez, bebiéndose el dinero de la pensión. Sin dejar de mirar al suelo susurra: "Lo de siempre". Un trago.  Al otro lado de la barra está aquel tipo. Él sí va bien vestido y peinado, traje a la moda, reloj que parece caro, zapatos relucientes. Qué hará aquí. A veces se miran de reojo. Otro trago.  Silencio. Más miradas incómodas. Un carraspeo por algún lado. No se mira atrás, nunca. Otro trago. Deja el billete en la barra, ya sabe lo que se debe. Se levanta y se...

Si hubiera sabido

Nunca sabes cuándo será tu último día. Y, si lo piensas, es una mierda, porque los últimos días no suelen estar llenos de épica. El mío comenzó con un café con leche. Si hubiera sabido que era mi último día, me hubiera preparado una tostada de esas que me gustan, con tomate, jamón y aceite. Nunca lo hago por pereza. Me vestí y me fui a trabajar. Si hubiera sabido que era mi último día, habría llamado para decir que estoy malo, que os den cabrones, apañaos sin mí. Tampoco me hubieran echado de menos. Comí con el gilipollas de mi compañero, como siempre los últimos 12 años. Si hubiera sabido que era mi último día, le habría dicho a la chica esa que se sienta en la ventana que comiera conmigo. Gilipollas (yo). Volví a casa y me abrí una cerveza. Si hubiera sabido que era mi último día habría abierto ese vino que lleva años recostado en el mueble. El que dejo para las ocasiones especiales. Putas ocasiones especiales, si nunca tengo ninguna. Por la noche vi un programa absurdo en la tele, m...

La Abuelita

No había cruzado aún el coche las vías del tren, esa oxidada cicatriz que recorría la parte sur del pueblo y que actuaba de frontera imaginaria, cuando ya todos los habitantes sabían que llegaba ella. La Abuelita. Muy despacio, como acostumbran a conducir las personas mayores, que no viejas, El Abuelito, al volante, hacía avanzar al modesto vehículo por aquellas calles que tantas veces, tantos años, tantos veranos eran su territorio. Para ambos, El Abuelito y La Abuelita, aquella entrada era una especie de rito ceremonioso, como quien entra conquistador en una ciudad o quien roza por primera vez con sus dedos el cuerpo de su amante. Muy despacio, disfrutando cada instante. Con la ventanilla bajada, en esos pocos centenares de metros, porque el pueblo es más bien pequeño, muy pequeño, se notaban los brochazos en el aire del aroma de la fábrica de jamones y entraba de lado ese calor pegajoso que en Extremadura es Patrimonio de la Humanidad. Y La Abuelita ya sabía que habían llegado, clar...