No había cruzado aún el coche las vías del tren, esa oxidada cicatriz que recorría la parte sur del pueblo y que actuaba de frontera imaginaria, cuando ya todos los habitantes sabían que llegaba ella.
La Abuelita.
Muy despacio, como acostumbran a conducir las personas mayores, que no viejas, El Abuelito, al volante, hacía avanzar al modesto vehículo por aquellas calles que tantas veces, tantos años, tantos veranos eran su territorio. Para ambos, El Abuelito y La Abuelita, aquella entrada era una especie de rito ceremonioso, como quien entra conquistador en una ciudad o quien roza por primera vez con sus dedos el cuerpo de su amante. Muy despacio, disfrutando cada instante.
Con la ventanilla bajada, en esos pocos centenares de metros, porque el pueblo es más bien pequeño, muy pequeño, se notaban los brochazos en el aire del aroma de la fábrica de jamones y entraba de lado ese calor pegajoso que en Extremadura es Patrimonio de la Humanidad. Y La Abuelita ya sabía que habían llegado, claro, y ponía su maquinaría sensorial en marcha: sentía cada bache, cada giro del volante, cada marcha menos para entrar en aquellas calles estrechas. En su cabeza iba trazando el mapa: ahora pasamos por delante de la casa del tío Justi; ahora dejamos el bar a la izquierda y nos metemos por la calle a la derecha; ahí está el huerto; aquí ojalá no nos crucemos con otro coche, que no cabemos, y hacer maniobras no es el plan ideal para El Abuelito; por esa calle arriba está el terreno de la higuera; esta es la placita de la discoteca; ahora giro a la derecha y ya hemos llegado, gracias a Dios.
La Abuelita siempre daba gracias a Dios por todo, pero en el pueblo mucho más, como si allí le debiera algo más al Altísimo que en su piso de Madrid, donde la familia emigró en los años 70.
Bajaban del coche, El Abuelito y La Abuelita, y puede que Armstrong no lo disfrutara al pisar la Luna más que ellos al poner pie en ese asfalto pobretón, de pueblo, junto a la iglesia. Abrían la puerta de casa, de esa madera ya gastada y con desconchones que pasó de estar para cambiarla a dónde vamos a encontrar una madera mejor, si es de estilo vintage. Subían las escaleras, apoyada La Abuelita con cuidado en la barandilla, con El Abuelito detrás cuidando que no se tropezara, confiando en una agilidad y unas fuerzas que ya no tiene, pero oye, llevo haciéndolo toda la vida. No habían llegado arriba cuando la hermana de La Abuelita subía a darles la bienvenida. Y La Abuelita, sin más, se bajaba a la casa de su hermana por las escaleras del otro lado. Que tenemos que ponernos al día.
No fue Coppola quien inventó el ritual, fue La Abuelita. Sacaba a la puerta de casa su silla, la misma de siempre, nadie sabe cuándo o quién compró aquella silla, pero ahí está y no me la cambiéis que está nueva. Su hermana hacía lo mismo. Y a esperar. Mientras El Abuelito, a lo suyo, hacía la mudanza desde el coche a la casa, La Abuelita esperaba sentada a la puerta a que viniera la gente. Y por gente se entiende a todas las mujeres mayores del pueblo, que ya saben que La Abuelita ha llegado.
Saludos, bienvenidas, qué bien te veo, cuánto te vas a quedar, sabes que se murió Menganita, qué pena más grande... Y ella, claro, lo sabe. Lo sabe todo, pero a veces se hace la sorprendida, por no romper en pedazos la exclusiva que le traen. Adiós, adiós, ya nos veremos estos días, dale recuerdos a tu hermana, o marido, o hija o quien sea.
Alguna vez tiene que asentir y ser parca en palabras. No está segura. Y le incomoda esa inseguridad. Así que despacha pronto a la visitante, con buenos modos, pero con el aplomo con el que le decimos al dependiente de El Corte Inglés que no necesitamos nada, sólo estoy echando un ojo, gracias. Entonces La Abuelita mira a un lado y le pregunta a su hermana que quién era esa. Y se lo dice, y entonces La Abuelita cae en la cuenta y recuerda la voz, y que hace siete años se le murió el marido, que un sobrino está en el ejército o algo así y que quieren vender la casa porque sus hijos están empeñados en llevársela a Madrid.
Y entonces La Abuelita, en silencio, mientras espera la siguiente visita, vuelve a dar gracias a Dios. Porque, aunque es ciega, aún tiene buena memoria.
Ohh qué buenos recuerdos me ha traído este relato. A mi propia abuelita!
ResponderEliminarMuchas gracias Elspeth, me alegro mucho de haber avivado esos recuerdos.
EliminarQué bonito, por favor. "La Abuelita siempre daba gracias a Dios por todo, pero en el pueblo mucho más, como si allí le debiera algo más al Altísimo que en su piso de Madrid, donde la familia emigró en los años 70". Qué maravilla de párrafo, y lo de Coppola, lo de Amstrong y el final. Relatos que plasman la belleza que tenemos alrededor y que tantas veces nos negamos a ver. Conmovedores, tiernos y hermosos.
ResponderEliminarAy Rosa, qué ilusión me hace que me digas eso :) De verdad que valoro muchísimo tu opinión. Un beso!!
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