Ir al contenido principal

Bostezos


7:35 de la mañana. Quizá son las 7:36, que hoy las escaleras mecánicas del metro no funcionaban.   

La mesa de mi oficina debe tener más años que la Constitución americana, pero ahí sigue, recia como un roble, viendo pasar el tiempo como una tortuga de Galápagos. Siempre me he preguntado quién decide cuándo se cambian esas cosas. Es decir, alguien las compra... y ya. Eso es todo. Ahí se quedan hasta que la empresa quiebra. O una pata de la mesa. Para el caso es lo mismo.

Bostezo uno. Enciendo el ordenador, reliquia también. Me quito la chaqueta, miro a mi alrededor. No hay nadie más. A lo lejos suena un teléfono. Algún gilipollas que no puede esperar a las nueve de la mañana, hora decente, para llamar, no. Tiene que llamar a las 7:36, cuando tu cerebro aún no sabe si es martes o jueves. 

Bostezo dos. Quién me mandaría a mí quedarme hasta las tantas viendo esa serie. Si es malísima. Pero mala de medicarse. Aunque las series son como las drogas, cuanto más malas, más enganchan. Que se lo digan a mi primo Toño, el yonqui. Pero ese era de drogas de verdad, claro. Eso que se lleva, también te digo.

Bostezo tres. Suena en el ordenador esa musiquilla que anuncia que ya está listo para la acción. Cinco minutos ha tardado en encenderse el cabrón. Es como esos viejos que se resisten a morir, que siempre están malos y quejándose de su salud pero que nos entierran a todos. Este ordenador me va a enterrar a mí. Cuando ya no haya ordenadores en el mundo, cuando no haya coches sino naves volantes y comamos mediante cápsulas, mi puto ordenador ahí seguirá, dando la bienvenida a algún otro idiota cada mañana con su odiosa musiquilla. Y la mesa. También seguirá la mesa, la hija de puta.

Bostezo cuatro. Voy a la máquina de café, que ilumina el fondo del pasillo como si fuera el quirófano de un hospital en Burundi. Si ahora mismo sale de una esquina un tipo con máscara y una sierra mecánica, no me extrañaría. Hasta le invitaría a un café. Igual le mato yo antes a él.

Bostezo cinco. Vuelvo a mi mesa mientras doy vueltas al palillo de plástico en el café. Podría ir a por el café al bar de abajo, pero el camarero me da asco. A las ocho de la mañana parece que lleva currando 17 horas, sudoroso, mal peinado, maloliente. Antes bebo de un charco. 

Me siento por fin y pienso en lo que tengo que hacer hoy. Lo mismo que ayer. Y que anteayer. Y que los últimos 17 años. Tan apasionante como pasar datos de unas fichas al ordenador. Mirar papel, mirar pantalla, teclear números. Siguiente celda. Mirar papel, mirar pantalla, teclear números. Así ocho horas, cada día de lunes a viernes. Si alguien hiciera una película sobre mi vida, habría que pagar a la gente para que fuera a verla. Y atarles a la butaca. Guantánamo. 

8:03. Llega el primer compañero. "Buenos días", dice sonriente. Sonriente. Manda huevos. 

Este se mete lo mismo que mi primo Toño, el yonqui.



Comentarios

Entradas populares de este blog

La cita

Se sentó en la mesa elegida y se preparó a esperar. Ambos habían acordado el sitio, el día y la hora. La decisión final recayó en ese rincón casi oculto de un salón mal iluminado de aquel hotel de mala muerte en una calle perdida del centro. En realidad, era un lugar más apropiado para un intercambio de rehenes que para una cita, pero ambos buscaban intimidad y no les importaba el olor a desinfectante que subía desde el suelo. También habían convenido cómo iría vestido cada uno. Aún no sabe por qué, pero él dijo que llevaría pantalón vaquero negro y jersey rojo. Y no tenía ningún jersey rojo.  Tuvo que ir a comprar uno. Pensó que encontrar un jersey de un color primario no sería demasiado difícil, pero por lo visto los colores primarios en los jerseys de caballero están prohibidos. Cogió uno que parecía rojo. Incluso le preguntó a la cajera. "Sí, claro, es rojo", le dijo sin mirarlo siquiera.  Allí estaba, pues, con su jersey aparentemente rojo y su pantalón vaquero negro esp...

El truco

Otto nunca se tuvo a sí mismo como a un hombre con suerte.  Siempre que lo comentaba, algún listillo le soltaba: "La suerte no existe, será buena suerte o mala suerte".  Suerte la tuya de que no te dé una hostia.   No, suerte (de la buena) no tuvo nunca. Otto sabía que si algo le podía salir mal, le saldría mal. Si le tocaba ser suplente de vocal en una mesa electoral, el titular, por supuesto, no aparecería; si subía al autobús la tarjeta ya no tendría saldo y sólo llevaría encima un billete de 50 euros; si era domingo por la noche, la cajetilla de tabaco estaría vacía; si apuraba la bolsa de plástico con la compra del súper, se le rompería al primer paso; si se le caía algo en la cocina sería azúcar, sal o un huevo. Nunca agua. Cada vez que le ocurría algo así, pensaba: "No se puede tener más mala suerte". Hasta la noche en que alcanzó el cénit de su carrera de desdichas.  Decidió ir a un espectáculo de magia tras comprar una entrada con un descuento imposible...

El café

Desde que llegaba a la oficina por la mañana miraba impaciente el pequeño relojito del ordenador. Veía los minutos pasar como una película antigua, esas en las que casi se distinguen los fotogramas. 9:53, 9:56, 9:59... 10:00.  Ya. Como un soldado cuando tocan a diana, llegadas las diez en punto se levantaba de su mesa, cogía la chaqueta del perchero y se iba sin decir una palabra a nadie. Con los años sus compañeros se habían acostumbrado. Al principio siempre había alguien que preguntaba: "¿Vas a por un café? Te acompaño". Y él decía que no, que no iba a por café sino a... lo primero que se le ocurriera, a echar la primitiva, a comprar sellos, al baño, déjame en paz.  Iba a por café, sí, pero no quería compañía. Luego le veían allí sentado, en la mesita de siempre de aquella terraza y le miraban extrañado, a este qué cojones le pasa. Bicho raro.  Todo empezó como es habitual: con una primera vez. El día que entró a trabajar allí, hacía ya unos años, preguntó dónde se tom...