Allí abajo, a apenas cincuenta o sesenta metros de casa, se encontraba la puerta mágica. Esa que me trasladaba durante qué, quince o veinte minutos, a un mundo donde todo era alegría y felicidad y risas y nervios. Una droga. Pero de las buenas, de las que no hacen daño. Al menos físico.
La puerta en realidad era fea, tenía unas cuantas pintadas, algunas firmas hechas incluso con un punzón (¿quién es tan imbécil para entretenerse en algo así? Coge un rotulador, alma de Dios), uno de los cristales agrietado y costaba horrores abrirla. Lo de cerrar ya no digamos, porque esa puerta sólo debió cerrar bien el día que salió de la fábrica de puertas de mierda que nunca cierran bien. Que es la misma fábrica donde hacen las ruedas de los carritos de supermercado, por cierto.
Sea como fuere, esa puerta era mi puerta. A ella.
Desde la ventana vigilaba que nadie hubiera entrado o, si lo había hecho, que hubiera salido ya. ¿Por qué tardas tanto? Qué pesado, tú. Va, lárgate con tu bolsa de la compra a otro lado, pelmazo. Se iba, claro. Y entonces yo bajaba como un rayo, no sea que apareciera algún idiota a joderme la pava. A veces pasaba y se me quedaba la cara de una cabra asomada a un barranco. Entonces me hacía el loco y pasaba de largo, sin rumbo, mirando siempre de reojo. El de dentro debía pensarse que le iba a atracar o algo, porque siempre miraba de soslayo. Tanto mejor, así tardaba menos.
Me palpaba el bolsillo. Sí, aquí está. Una moneda de veinte duros. Tan manoseada, todo el día tentándola, que las manos, sudorosas, me olían a metal que apestaban.
Iba hacia la puerta, la abría. La ¿cerraba? Ja, ni de coña. Podía colarse un San Bernardo entre el quicio y el filo. Pero qué más da, ya estoy dentro.
Descolgaba. Cogía la moneda y la metía en la ranura. Siempre me imaginaba que caía dentro de la caja como Tío Gilito cuando se tiraba a nadar en sus riquezas. ¿Por qué me imaginaba esto? Ni puta idea. Tecleaba el número, despacio, no te equivoques, que alguna vez te ha pasado y al colgar se ha tragado los veinte duros. Ding-ding-dong-dong-ding-dang-dang-ding-ding. Venga, vamos allá.
Un tono. Espero que esté en casa.
Dos tonos. Que no lo coja su madre. Mucho menos su padre.
Tres tonos. No jodas que no está en casa.
Cuatro tonos. Nunca el tiempo pasó tan despacio.
Cinco tonos. "¿Diga?"
Ella.
Y entonces aquella puerta volvía a hacer su magia. Y todo era felicidad.
Qué bonito. Y qué emocionante.
ResponderEliminarMuchas gracias querida! Bss
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