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Vecinos


Cómo es la cabeza, o la mente. O la genética, qué sé yo. Pero hay cosas inexplicables. Como, por ejemplo, que había un tipo en mi calle que me caía mal. No sé por qué pero, sin conocerle de nada, sin haber intercambiado nunca una palabra con él, un saludo, un gesto, nada, su sola visión me resultaba insoportable. Me ponía de mala hostia. Ya está. 

Le veía todas las noches desde la ventana, paseando al perro, mirando el móvil mientras el animal hacía sus cosas. El chucho me caía bien, sin embargo. Pero en cuanto le veía a él, mi mente hacía clic: "Ya está otra vez ahí el gilipollas este". ¿Por qué? Ni idea. El tío podía ser misionero en África, voluntario de Cáritas, un puto Nobel de la Paz, que yo no le podía ni ver. 

Una noche bajé a tirar la basura. Estaba lloviendo y no quería hacerlo, pero decidí arriesgarme, qué coño, sólo se vive una vez. Llegué al contenedor, lo abrí y arrojé dentro la bolsa. Cuando cerré de golpe la tapa del contenedor, apareció él justo detrás, a medio metro, mirándome fijamente, con una capucha de impermeable puesta. Qué susto, joder, casi se me saltan las lentillas.

-Hola, buenas noch..., empecé a decir, porque a media frase me soltó un puñetazo a modo de saludo. "¿Pero qué cojones?", me dio tiempo a pensar mientras caía al suelo de la tremenda hostia. 

Tirado de espaldas, como una tortuga dada la vuelta, con las gotas cayéndome directas sobre los ojos, traté de recalcular lo que acababa de pasar cuando el tipo se acercó, me agarró del abrigo y me levantó de un salto. Por un momento agradecí que me incorporara él, porque yo estaba tieso, pero cuando acto seguido me soltó la segunda hostia ya no le quise dar las gracias, la verdad. 

Otra vez al suelo. En mi cabeza se estaba celebrando la Feria de Abril. Cuando, tras unos segundos, mi vista volvió a ser la de una persona normal, vi que el cabrón se alejaba. Pero no huía. Iba despacio, con el perro al lado y mirando el móvil. El perro ya no me caía tan bien, por cierto. 

Me levanté como pude y, como si fuera a invadir Flandes, me lancé a por él. El chucho ladró, ahora sí, gracias majo, y él se dio la vuelta, se giró rápido, esquivó mi embestida y yo, del impulso, me resbalé y caí hacia delante de boca. Madre mía, qué hostia. Noté como me temblaba la dentadura y como la nariz crujía. Al instante, un sabor yodado mezclado con gravilla mojada me rozaba los labios.

El perro seguía ladrando. Quizá estuviera diciéndole al dueño déjale ya o remátale. Sería lo segundo. Tumbado en el suelo, como si fuera un indio tratando de escuchar a la caballería, esperaba que el cabrón me diera el billete para ir a ver a San Pedro. Y entonces escuché: "¡Quieto"!

Joder, menos mal. Levanté la vista como pude y vi a un vecino agarrando al tipo por la espalda. Yo sólo quería dormir, pero otro vecino, supongo, o alguien que pasaba por allí, me dio la vuelta y me colocó boca arriba. 

112. Hombre herido. Golpes en la cabeza. Pelea callejera. ¿Qué ha pasado?

¿Qué ha pasado?–dije. Que me han pegado de hostias, figura.

¿Pero por qué? Pregúntaselo a él, que yo he bajado a tirar la basura, voy a pasar la noche en urgencias y le voy a pagar el crucero por el Mediterráneo a mi dentista.

El otro vecino le hizo la misma pregunta al otro. ¿Por qué? 

Y el cabrón, mirándome fijamente, dijo: "No lo sé. Es que me caía mal". 



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