Metí la maleta en el coche. En el maletero, porque llevarla en el asiento del copiloto es de cutres. Por algo el asiento del copiloto no se llama maletero.
Viajo solo. Me encanta viajar solo. Viajar solo es viajar a gusto: poner tu música, pensar en tus cosas, cagarte en tu jefe, echarte un pitillo, parar a tomar café, otro pitillo, más música y hasta una birra furtiva después de comer, qué coño.
Me gusta tanto viajar solo que aún no sé por qué hice lo que hice.
Paré en un bar de carretera al que “bar de carretera” era un traje que le venía demasiado grande. Apenas rozaba la de bar, se acercaba más a un abrevadero, un pilón de pueblo tirado a un lado del asfalto como una colilla.
No había nadie, quién iba a parar allí si no fuera por una urgencia como la mía: me estaba meando. Pero como de la nada, mimetizado como estaba con el paisaje, vi a aquel tipo, viejo, con el pelo largo y blanco, sentado en las escaleras de entrada al abrevadero, mirando al suelo, con una mochila con más años que el Santo Grial y un trozo de cartón en el que apenas se podía leer: “¿Me llevas?”.
Pasé a su lado sin mirar, pero mirando. A mí esa gente me da una mezcla entre repelús, miedo y curiosidad. Siempre pienso que igual fue alguien importante en la vida, algo le salió mal y acabó haciendo autostop en un abrevadero. O quizá nació así ya, con la suerte de un somalí, la justa para respirar, estar de pie y esperar la guadaña.
Entré al baño del abrevadero. Hubiera disfrutado mucho más meando en una trinchera de la Segunda Guerra Mundial, pero mientras me aliviaba, no sé por qué, pensé en aquel tipo.
Salí y ahí seguía. Bajé las escaleras, caminé unos metros y, no sé por qué coño si yo siempre voy a mi bola, me giré y le miré. Durante unos segundos dudé si darle dinero, comida o un pitillo. Al final, me acerqué y le dije: “¿Dónde vas?”.
En ese mismo momento una voz en mi mente chilló como un cerdo en matanza: “¡Pero qué haces idiota! ¿Y si es un asesino? ¡O un violador!”.
¿Violador? Ojalá me haya tocado el asesino, la verdad.
El tipo tardó unos segundos en levantar la cabeza, como si llevara toda la vida ahorrando calorías. Me miró con unos ojos que tenían más vidas que un gato. “¿Dónde voy?”, dijo.
Yo no esperaba una pregunta a mi pregunta, pensé que era bastante fácil decir un lugar, qué sé yo, al próximo pueblo, a una estación de tren, a un chiringuito en Cádiz, cualquier puto lugar. Me quedé mirándole y, casi pidiendo perdón por la insistencia, le dije: “Sí, ¿dónde vas?”.
El tipo se levantó. Tardó un rato. Estaba en modo avión, por lo visto. Se plantó delante de mí, y mirándome a los ojos me dijo con voz seria, grave, enfatizando cada sílaba:
“Voy al baño, gilipollas”.
Estamos tan sensibilizados que una sencilla pregunta, puede ser el comienzo de una guerra verbal.
ResponderEliminarComo suele decirse, si no quieres respuestas, no hagas preguntas :)
ResponderEliminarGracias por leer