Sentado sobre una piedra, la misma piedra de siempre, allá en lo alto del camino que ascendía por la colina, Andrés miraba fijamente el cielo. Estrellas, planetas, constelaciones y algún que otro avión parpadeante. En aquella noche profunda, la luna nueva permitía observar el cielo estrellado con una definición casi mágica, en alta resolución.
Siempre pensó que eso era lo que iba a echar más de menos cuando se fuera del pueblo. Ni la casa, ni a los amigos, ni las fiestas de verano, ni las noches de invierno jugando al mus en el bar, si es que puede llamar bar a una planta baja con una barra de madera, sillas con más años que las Venus de Milo y vasos translúcidos.
No. Lo que más iba a echar de menos era sentarse aquellas noches en aquella piedra y mirar el cielo.
Andrés estaba harto del pueblo, casi aldea, en el que había nacido y crecido, y que hasta entonces había sido casi su única frontera. A sus 19 años, lo más que había viajado era al instituto, en un pueblo cercano más grande o a alguna ciudad en busca de algo de diversión con los colegas. Y ya. Él era el único de su pandilla que no había estado nunca en Madrid, por ejemplo; ni había ido a la playa; ni mucho menos al extranjero, no jodas.
Su vida había sido muy diferente.
Sus padres habían fallecido tras un fatal accidente de tráfico cuando él tenía 5 años. No se acordaba de ellos y sabía de su aspecto únicamente por unas pocas fotos que había en la casa. Andrés se parecía a su madre. Le habían criado sus abuelos, únicos familiares que le quedaban en el pueblo y en el mundo, y que no podían permitirse dispendios viajeros, ni ropa nueva, ni un móvil de última generación. Comida, techo y algún billete de vez en cuando para sus cosas, eso era todo.
En el colegio se habían metido con él, por eso de no tener padres. El tipo de burla más cruel que le pueden hacer a un chaval. Pero un día, con 11 o 12 años, a Ramón, el cabrón que lideraba aquellos escraches, le pegó un puñetazo con tal rabia que le reventó la nariz por tres partes. La madre de Ramón fue a ver a su abuela, "mira lo que le ha hecho a mi niño, se le va a quedar la nariz torcida para toda la vida". "Pues que le dé otro mamporro y se la ponga recta", dijo la abuela, y cerró la puerta. Ya nadie volvió a meterse con Andrés y a Ramón empezaron a llamarle Aspiradora.
Con 18 años, Andrés perdió a sus abuelos en apenas dos meses, putas enfermedades degenerativas. Así, se quedó completamente solo, como un náufrago, salvo que él no tenía ni esperaba ningún galeón que fuera a rescatarle. El primer día que entró en la casa vacía de alma pero repleta de recuerdos, se sentó en el minúsculo salón, lloró mucho y durante mucho tiempo y dijo: "Me voy".
Desde aquel momento, subía prácticamente cada noche a la colina que rodeaba el pueblo. Allí pensaba mejor y los planes bien pensados, suelen salir mejor que los mal pensados, la verdad. Muchos paisanos le habían querido echar una mano (los padres de Ramón no, claro), ¿pero para qué? Tenía dinero, poco, pero entre lo que le habían dejado sus abuelos y la pensión de orfandad podía ir tirando. El papeleo fue fácil: además de los ahorros, sus abuelos le dejaron la casa. No había más. Cuando firmó ante el notario, supo que ahí se acababa su vida como la había conocido.
Mientras miraba las estrellas, apurando una cerveza, su cabeza se despejaba de dudas y se llenaba de certezas. No iba a vender la casa, tampoco iba a vaciarla, no iba a despedirse de nadie, no iba a llevarse más que ropa y algún libro. No iba a volver jamás.
Lo bueno de estar solo en el mundo es que nadie te intenta convencer de nada. No tienes deudas que pagar ni mochilas que portar. Lo malo es que el peso de cada decisión cae todo sobre ti y no tienes a quién culpar de lo que hagas salvo a ti mismo.
Andrés salió un viernes a las 7 de la mañana de casa. El autobús que iba a la estación de tren salía de la plaza en unos minutos. Cogió la maleta y una mochila. Alargó la mano por última vez para descolgar las llaves de casa de la alcayata junto a la puerta. Se quedó pensando. Los últimos segundos de una etapa en la vida siempre parecen durar horas. Miró las fotos de sus abuelos y sus padres que había elegido para que le acompañaran en su nueva vida, las besó, las guardó en el bolsillo exterior de la mochila y abrió la puerta.
Aún se veía la luna y algunas estrellas. Y se dijo a sí mismo que nada podía salir mal.
Se me queda un poco cojo el final, me hubiera gustado alguna despedida por parte de algún vecino, por ejemplo Ramón, que aunque no se hablaban, echaria de menos a otro vecino del asqueroso pueblo, con quién poder discutir, aunque fuera jugando al tute en el bar.
ResponderEliminarNo está mal pensando :)
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