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Mostrando entradas de noviembre, 2020

La puerta mágica

Allí abajo, a apenas cincuenta o sesenta metros de casa, se encontraba la puerta mágica. Esa que me trasladaba durante qué, quince o veinte minutos, a un mundo donde todo era alegría y felicidad y risas y nervios. Una droga. Pero de las buenas, de las que no hacen daño. Al menos físico. La puerta en realidad era fea, tenía unas cuantas pintadas, algunas firmas hechas incluso con un punzón (¿quién es tan imbécil para entretenerse en algo así? Coge un rotulador, alma de Dios), uno de los cristales agrietado y costaba horrores abrirla. Lo de cerrar ya no digamos, porque esa puerta sólo debió cerrar bien el día que salió de la fábrica de puertas de mierda que nunca cierran bien. Que es la misma fábrica donde hacen las ruedas de los carritos de supermercado, por cierto.  Sea como fuere, esa puerta era mi puerta. A ella.  Desde la ventana vigilaba que nadie hubiera entrado o, si lo había hecho, que hubiera salido ya. ¿Por qué tardas tanto? Qué pesado, tú. Va, lárgate con tu bolsa de...

Bostezos

7:35 de la mañana. Quizá son las 7:36, que hoy las escaleras mecánicas del metro no funcionaban.    La mesa de mi oficina debe tener más años que la Constitución americana, pero ahí sigue, recia como un roble, viendo pasar el tiempo como una tortuga de Galápagos. Siempre me he preguntado quién decide cuándo se cambian esas cosas. Es decir, alguien las compra... y ya. Eso es todo. Ahí se quedan hasta que la empresa quiebra. O una pata de la mesa. Para el caso es lo mismo. Bostezo uno. Enciendo el ordenador, reliquia también. Me quito la chaqueta, miro a mi alrededor. No hay nadie más. A lo lejos suena un teléfono. Algún gilipollas que no puede esperar a las nueve de la mañana, hora decente, para llamar, no. Tiene que llamar a las 7:36, cuando tu cerebro aún no sabe si es martes o jueves.  Bostezo dos. Quién me mandaría a mí quedarme hasta las tantas viendo esa serie. Si es malísima. Pero mala de medicarse. Aunque las series son como las drogas, cuanto más malas, más enganc...

El gancho de izquierda

Deben ser las tres y media. O las cuatro. No sé. Hace ya tiempo que no miro la hora. Ni me preocupo por si ahí fuera, en la calle, hace frío o calor. Si llueve o hace sol. Si la farola que está junto al portal sigue sin encenderse por las noches. No sé cuándo fue la última vez que salí a la calle, me puse otra cosa que no fuera el pijama, o comí algo que no fuera una lata de mejillones de marca blanca, que están asquerosos pero a mí me sirven. A quién quiero engañar. Claro que lo sé.  Desde que se fue ella. Siempre pensé que no lo haría, que sus amagos eran simples llamadas de atención, una piedra tirada al mar. Eran un jab, no un gancho de izquierda. Pero joder el día que me soltó el gancho de izquierda. No lo vi venir y me aturdió tanto que ni siquiera fui capaz de decir nada mientras se ponía el abrigo, cogía la maleta (encima cogió mi maleta, que siempre le gustó más que la suya, hay que joderse) y cerró la puerta de la calle. Con portazo, claro. Por si el gancho de izquierdas ...

Hasta mañana

Otra noche más frente a esa puerta. Restriega los viejos zapatos en el felpudo para quitarles un poco de suciedad y un mucho de dignidad. Un vano intento de redención.  Abre la puerta y el calor, humano y sudoroso, le sabe tan bien como la primera bocanada de un cigarro. No debería estar aquí. Una y mil veces se dijo a sí mismo que no volvería a aquel bar de mierda. La última ayer. Pero. Se abre el abrigo y coge con vergüenza un asiento en la barra. Siente que todo el mundo le mira, le juzga. Ya está este aquí otra vez, bebiéndose el dinero de la pensión. Sin dejar de mirar al suelo susurra: "Lo de siempre". Un trago.  Al otro lado de la barra está aquel tipo. Él sí va bien vestido y peinado, traje a la moda, reloj que parece caro, zapatos relucientes. Qué hará aquí. A veces se miran de reojo. Otro trago.  Silencio. Más miradas incómodas. Un carraspeo por algún lado. No se mira atrás, nunca. Otro trago. Deja el billete en la barra, ya sabe lo que se debe. Se levanta y se...