Allí abajo, a apenas cincuenta o sesenta metros de casa, se encontraba la puerta mágica. Esa que me trasladaba durante qué, quince o veinte minutos, a un mundo donde todo era alegría y felicidad y risas y nervios. Una droga. Pero de las buenas, de las que no hacen daño. Al menos físico. La puerta en realidad era fea, tenía unas cuantas pintadas, algunas firmas hechas incluso con un punzón (¿quién es tan imbécil para entretenerse en algo así? Coge un rotulador, alma de Dios), uno de los cristales agrietado y costaba horrores abrirla. Lo de cerrar ya no digamos, porque esa puerta sólo debió cerrar bien el día que salió de la fábrica de puertas de mierda que nunca cierran bien. Que es la misma fábrica donde hacen las ruedas de los carritos de supermercado, por cierto. Sea como fuere, esa puerta era mi puerta. A ella. Desde la ventana vigilaba que nadie hubiera entrado o, si lo había hecho, que hubiera salido ya. ¿Por qué tardas tanto? Qué pesado, tú. Va, lárgate con tu bolsa de...
Estas son mis historias. Si no te gustan, tengo otras.