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Mostrando entradas de diciembre, 2020

Vecinos

Cómo es la cabeza, o la mente. O la genética, qué sé yo. Pero hay cosas inexplicables. Como, por ejemplo, que había un tipo en mi calle que me caía mal. No sé por qué pero, sin conocerle de nada, sin haber intercambiado nunca una palabra con él, un saludo, un gesto, nada, su sola visión me resultaba insoportable. Me ponía de mala hostia. Ya está.  Le veía todas las noches desde la ventana, paseando al perro, mirando el móvil mientras el animal hacía sus cosas. El chucho me caía bien, sin embargo. Pero en cuanto le veía a él, mi mente hacía clic: "Ya está otra vez ahí el gilipollas este". ¿Por qué? Ni idea. El tío podía ser misionero en África, voluntario de Cáritas, un puto Nobel de la Paz, que yo no le podía ni ver.  Una noche bajé a tirar la basura. Estaba lloviendo y no quería hacerlo, pero decidí arriesgarme, qué coño, sólo se vive una vez. Llegué al contenedor, lo abrí y arrojé dentro la bolsa. Cuando cerré de golpe la tapa del contenedor, apareció él justo detrás, a med...

Taxi

Recién cenado, como cada día desde hacía más años que los que podía recordar, se levantó de la mesa tras el último sorbo de agua, fue a la cocina, dejó el plato, ya recogeré mañana. También como cada día se miró en el espejo pequeño, feo, sin gracia, que había en la entrada. Se colocó un poco el jersey, desgastado y feo como el espejo, se ajustó el cuello de la camisa y recordó que hace mucho tiempo por ese espejo pasaban otras personas. Ya no.  Suspiró como un condenado a muerte cuando sube las escaleras del cadalso, cogió las llaves del taxi (el cadalso) y salió de casa.  La noche en el taxi puede ser como una película de Berlanga o de David Lynch. A él casi siempre le tocaba Lynch, ya es mala suerte. Estaba harto de ir al aeropuerto a recoger guiris pánfilos, a esperar la salida de la última sesión del cine, de aguantar ya de madrugada a que salieran dos, tres, cuatro chavales mamados de algún bar para llevarlos con sus papás, haciendo de niñero, limpiando vómitos, aguantan...

¿Dónde vas?

Metí la maleta en el coche. En el maletero, porque llevarla en el asiento del copiloto es de cutres. Por algo el asiento del copiloto no se llama maletero.  Viajo solo. Me encanta viajar solo. Viajar solo es viajar a gusto: poner tu música, pensar en tus cosas, cagarte en tu jefe, echarte un pitillo, parar a tomar café, otro pitillo, más música y hasta una birra furtiva después de comer, qué coño.  Me gusta tanto viajar solo que aún no sé por qué hice lo que hice.  Paré en un bar de carretera al que “bar de carretera” era un traje que le venía demasiado grande. Apenas rozaba la de bar, se acercaba más a un abrevadero, un pilón de pueblo tirado a un lado del asfalto como una colilla.  No había nadie, quién iba a parar allí si no fuera por una urgencia como la mía: me estaba meando. Pero como de la nada, mimetizado como estaba con el paisaje, vi a aquel tipo, viejo, con el pelo largo y blanco, sentado en las escaleras de entrada al abrevadero, mirando al suelo, con una...

El viejo

Toc, toc, toc, toc, toc. Cada día, a la misma hora, después de ese ruido seco y regular como un metrónomo a 40 pulsaciones por minuto, aparecía tras la esquina de la calle una garrota primero, un anciano después. Lloviera, hiciera frío o un sol fresco de mañana de verano, ahí estaba el hombre, de edad indeterminada pero aspecto de haber transitado ya por tres vidas. Y ninguna demasiado buena. Era extrañamente alto, incluso yendo encorvado. La gente a esa edad ya no es alta, cómo tuvo que ser en su juventud. Me lo imaginaba, que sé yo, defendiendo Constantinopla de los turcos, a pecho descubierto, blandiendo una espada o sacudiendo guantazos, intentando salvaguardar un mundo que ya sólo existía en su imaginación. Y llevándose después a la chica a la cama, claro. Un día más en la oficina. Ahora parecía que iba a caerse a cada paso, agarrándose a su sostén como si la vida le fuera en ello. Le iba, en realidad. Con el tiempo, la garrota fue sustituida por un andador. Más adelante, al viejo...