Sentado sobre una piedra, la misma piedra de siempre, allá en lo alto del camino que ascendía por la colina, Andrés miraba fijamente el cielo. Estrellas, planetas, constelaciones y algún que otro avión parpadeante. En aquella noche profunda, la luna nueva permitía observar el cielo estrellado con una definición casi mágica, en alta resolución. Siempre pensó que eso era lo que iba a echar más de menos cuando se fuera del pueblo. Ni la casa, ni a los amigos, ni las fiestas de verano, ni las noches de invierno jugando al mus en el bar, si es que puede llamar bar a una planta baja con una barra de madera, sillas con más años que las Venus de Milo y vasos translúcidos. No. Lo que más iba a echar de menos era sentarse aquellas noches en aquella piedra y mirar el cielo. Andrés estaba harto del pueblo, casi aldea, en el que había nacido y crecido, y que hasta entonces había sido casi su única frontera. A sus 19 años, lo más que había viajado era al instituto, en un pueblo cercano más gran...
Estas son mis historias. Si no te gustan, tengo otras.